del libro “Dirigir una escuela. Teoría y ética
de una pasión y de un oficio” de Jorge Fasce, 12ntes editores, B.As. 2014.
Dije al principio de
este libro: “Allá voy, a narrar…” porque
tenía ganas de hacerlo, porque me gusta narrar, porque lo necesitaba.
Pero uno narra para
otros y desea que esos otros también lo hayan disfrutado como le ha pasado a
uno haciéndolo.
A mí me gustaría que,
a esta altura, mis lectores me dijeran lo que me pidieron unos alumnos allá por
1980: ¿Por qué no nos cuenta un cuento?
Quiero decir: me gustaría que me pidieran: - ¿Por qué no
sigue narrando?
Lo que he dicho de
ese grupo de alumnos lo conté en un capítulo de “Nosotros educadores” (Miño y
Dávila Editores, Bs. As. 1989), llamado “El misterio de la lectura” que a
continuación transcribo con la esperanza, reitero, de que los lectores hayan
sentido algo similar a aquellos chicos:
En el Colegio
Pestalozzi donde trabajé como Director, tuvimos la inmensa suerte de poder
realizar una experiencia educativa de altísimo valor formativo: dar clases con
los alumnos de los grados superiores en una escuela-hogar situada hacia el
sudeste de la provincia de Buenos Aires a 140 km de la capital,
durante dos semanas cada año, conviviendo con ellos durante esa quincena.
Una vez tuve que
concurrir como maestro de 5º grado. Aún en Buenos Aires, y mientras planificaba
las actividades a desarrollar durante la estadía, el docente que tenía a su
cargo el área de Ciencias Naturales en los grados superiores y que también enseñaba
Aeromodelismo, me sugirió que llevara Juan
Salvador Gaviota para leérselo a los
chicos (siempre dedicábamos un ratito del día para reunirnos a leer). Su
recomendación se basaba en que era un libro muy apropiado, pues había estado
desarrollando la unidad didáctica sobre las aves, y además incluía referencias
sobre aerodinámica, tema sobre el cual los chicos estaban muy interesados.
Yo me entusiasmé con
la propuesta pues consideraba a Juan
Salvador Gaviota una obra maravillosa de la cual tenía recuerdos
fascinantes. Busqué el texto en mi biblioteca, recordé los hermosos momentos
que había pasado cuando lo leía, lo puse en mi valija y lo saqué en Verónica
(así se llama la localidad en la que se halla la escuela-hogar) una fría mañana
de junio en la que me había levantado con ganas de leerles algo a los chicos
junto al fuego del hogar.
Empecé a leer y
comencé a sentirme incómodo: el contenido de la obra, de alto vuelo filosófico
era inaccesible para los muchachos y las chicas de 5º grado, y yo mismo no sabía
cómo “traducirles” los mensajes que se iban presentando. También caí en la
cuenta de que mis conocimientos sobre aerodinámica eran casi nulos, y por lo
tanto tampoco “podía sacarle el jugo” a este aspecto del libro.
Pasados unos quince
minutos, apuré la lectura a fin de alcanzar algún “punto y aparte" y dije:
-Bueno, por hoy suficiente. Mientras pensaba: por hoy y por los quince días;
este libro no es para la edad de estos chicos. Algunos me preguntaron: - ¿No
lee más? Yo creí apreciar una sensación de alivio en mis alumnos cuando afirmé
que por ese día no leería más.
A la mañana siguiente
me esperaban junto al hogar: decidí trabajar con algunas dramatizaciones, lo
que les encantaba, no fuera a ocurrir que por “salvarse” de la regla de tres
simple me pidieran que les leyera Juan
Salvador Gaviota (tan inapropiado para ellos).
Un “¿Cómo, hoy no va a leer?” sacudió mi modorra
mañanera sorprendiéndome.
-
No,
respondí, prefiero que sigamos mañana
(mañana ya se olvidarían…).
No aceptaron mi
propuesta, querían seguir escuchando lo que contaba el libro. Les pregunté: -
¿Acaso les ha gustado? ¿Qué es lo que les atrae? No sabían, no lo podían
expresar, yo tampoco me daba cuenta de por qué querían que continuara con la
lectura, pero presentí que no era sólo para “salvarse” de las clases
habituales. Las dramatizaciones nos hicieron olvidar (después descubriría que
sólo transitoriamente) de Juan Salvador.
Al día siguiente,
insistieron: - Hoy tiene que seguir con Juan
Salvador Gaviota. Con pocas ganas, volví a mi habitación y tomé el texto
que había quedado sobre la mesita de luz después de haberlo leído
concienzudamente la noche anterior y haber reafirmado una vez más que era
inaccesible para esos niños.
La lectura continuó
esa mañana y a partir de ese momento no pude dejar de hacerlo un solo día. En
cada circunstancia, los chicos escuchaban con atención “religiosa”. Cada vez
que yo intentaba dialogar sobe el contenido, sólo dos o tres, Diego y Silvina,
quizás Alexis, intervenían y demostraban comprender el mensaje. Sin embargo, en
el momento de escuchar, todos denotaban un interés que seguía siendo, para mí,
sorprendente.
Cuando llegamos al
final, Diego me lo pidió prestado para leerlo “antes de dormir”; cuando terminó
de devorárselo en dos noches, se lo pasó a Silvina y ésta a Alexis. Esto no me
extrañó demasiado. Pero cuando ya de regreso a Buenos Aires, me lo pidió
Gabriela, y después Florencia, y más tarde Sebastián, y Martín … y otro … y
otro … ya no entendía nada.
La respuesta a tanta
intriga la vislumbré (aclaro: sólo la vislumbré) una mañana de abril del año
siguiente (diez meses después) cuando fui a trabajar con ese grupo ya en 6º
grado, para remplazar a la maestra de Ciencias Sociales que había faltado.
Había mirado el leccionario y sabía que tenía que dar “mares y océanos”;
Valeria me dijo: - ¿Por qué no nos lee un cuento? Sólo atiné a preguntar: -
¿Qué les lea un cuento…?
-
Sí, ahí
en la biblioteca del grado hay varios lindos, sí déle.
-
¿Y por
qué me piden que les lea un cuento?
-
¡Era tan
lindo cuando nos leía Juan Salvador
Gaviota en Verónica!
Y leí, leí con muchas
ganas, emocionado. Por suerte, el timbre que indicaba el recreo coincidió con
la última palabra del cuento. Cerré el libro, los vi allí, callados, mirándome,
compartiendo, sin duda, mi emoción, y les dije: - Hasta luego, y volví a la
Dirección. No hacía falta ningún “comentario”, ni ningún análisis de contenido:
el “encuentro” se había producido ¿qué
más podría desear?
Así fue como una
actividad no planificada (y me apresuro a aclarar que estoy seguro de que
siempre hay que planificar), con un
libro mal seleccionado (y creo que hay que seleccionar con mucho cuidado), que
no respondía a los objetivos previstos (y creo que es esencial tener en cuenta
los objetivos), inadecuado para la edad (y creo que es indispensable saber
mucho de psicología evolutiva para decidir en qué momento se presenta cada
actividad) fue exitosa. ¿Por qué?
Porque la lectura en
común, comunicándonos, “en comunión”, tiene mucho de misterio y el misterio
atrae; atrae a los niños (Y a los adultos, también … bueno …debería atraerlos,
sobre todo a los “adultos maestros”).